“Debo esa variedad casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran o que obra en ellas de modo imperfecto y secreto: la lotería”. Jorge Luis Borges, “La lotería de Babilonia”, en el libro Ficciones (1944).

En la última década del siglo XX, comprar dólares y atesorarlos en el exterior era cosa de buen kirchnerista. Lo había hecho Néstor Kirchner con las reservas de la provincia que gobernaba, la hidrocarburífera Santa Cruz, y esa decisión suya era colmada de elogios. Sobre todo a partir de que la Alianza que formaron la centenaria UCR y el fugaz Frepaso fracasó de manera histórica. Los ahorros de los argentinos quedaron en el “corralito” de Domingo Cavallo, primero, y, luego de la caída de ese gobierno, en el “corralón” de Jorge Remes Lenicov. “Quien depositó dólares recibirá dólares”, había prometido Eduardo Duhalde, presidente de la Nación en 2002 tras ser derrotado en las urnas en 1999. Los ahorristas eran cándidos. Kirchner era Gardel.

Después empezó el siglo XXI y de repente el FMI, tan validado por el kirchnerismo en su etapa menemista, era malo. Pero esa demonización del FMI, en el naciente siglo XXI, fue extraña. Era discursivamente afín a Fidel Castro, Hugo Chávez y “Lula” Da Silva; a la vez que, en acto, era inmejorable en términos capitalistas. El 15 de diciembre de 2005, Néstor anunció como Presidente su decisión de pagar los 9.810 millones de dólares que el país adeudaba al organismo. Era un pasivo calzado a largo plazo y con tasa blanda. Lo saldaron igual y con reservas del Banco Central. De inmediato se tomó deuda con Venezuela, más cara y a menor plazo. O sea: el FMI era malo de maldad absoluta. Por ello, como castigo ejemplar, Néstor le pagó todo. Absolutamente todo. Usar las reservas para cancelar deuda externa fue, entonces, más nacional y popular que la Marcha de los Muchachos Peronistas.

Este año, en un mes, fue infinitamente más vertiginoso. Un día, el diputado Leopoldo Moreau declaró que entrar en default con el FMI no era el peor escenario del mundo. O sea, el kirchnerismo no era manso con el Fondo, como en los 90, e iba más allá que el propio Néstor en 2005: ahora ni siquiera le iban a pagar. Pero al otro día, la Casa Rosada anunció que habían llegado a un acuerdo. Y el presidente Alberto Fernández declaraba que el entendimiento no condicionaba el crecimiento del país porque le permitían a su administración seguir deficitando... O sea, el hombre que fue jefe de Gabinete de Néstor decía que no sólo había que pagarle al FMI, sino que además había que permitir su monitoreo permanente de las cuentas argentinas. Algo que el fundador del kirchnerismo prefirió evitar aún a costa de usar las reservas del BCRA. Porque para Néstor era mejor poner a temblar los activos nacionales antes que dar explicaciones sobre el gasto público, que durante su gobierno pasó del 27% al 44% del PBI.

Ahora aparece Máximo Kirchner para anunciar que, por culpa de ese acuerdo de Alberto con el FMI, él renuncia a su cargo como jefe de la bancada del Frente de Todos (que hace mucho dejó de ser “de todos”). Claro está, no deja la banca de diputado. Ni La Cámpora deja la Anses, ni el PAMI, ni Aerolíneas Argentinas ni ninguna de las megamillonarias cajas estatales que maneja. Es decir, van a seguir administrando recursos públicos, renegando de que el Gobierno gestione una vía de financiamiento externo para conseguir recursos públicos. A la vez, lo que Alberto dijo que era bueno, Máximo, hijo de la Vicepresidenta de la Nación, ahora alerta que es malo.

Si parece disparatado, basta con revisar las redes sociales de declarados kirchneristas, cuyos pronunciamientos han sido una serie de espasmos incoherentes con el correr de los días. De maldecir a Macri por tomar 54.000 millones de dólares en dos años a aplaudir a Alberto por suscribir un acuerdo que le permitirá tomar 44.500 millones de dólares en cuatro años; de dar gracias a la Historia por el kirchnerismo que doblegó al FMI para firmar un acuerdo maravilloso; a maldecir al Gobierno por no consultar a Cristina Fernández de Kirchner antes de convenir cualquier cosa.

Parece una locura. Pero tiene una lógica. Semejantes fluctuaciones, que ya ni el relato que todo lo justifica logra aclarar, encuentra todas sus explicaciones en el azar. El cuarto gobierno kirchnerista ha instaurado la lotería como sistema de gobierno. La Argentina deja librado al albur su república. “Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles”, relata el narrador del cuento de Borges. Entonces, y sólo entonces, es posible que el FMI sea respetable en los 90; malo pero digno de pago en la década siguiente; y, sucesivamente, despiadado, dócil, dispuesto a colaborar e instrumento cipayo de dominación imperialista, todo junto, en enero. Porque, más que por un proyecto político, estamos gobernados por una agencia de quiniela.

Luego, todo puede pasar. Y todo lo que hoy está bien mañana estará mal. Y es perfectamente lícito que así sea. “En el crepúsculo del alba, en un sótano, he yugulado ante una piedra negra toros sagrados. Durante un año de la luna, he sido declarado invisible: gritaba y no me respondían, robaba el pan y no me decapitaban -narra el autor de Ficciones-. He conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre. En una cámara de bronce, ante el pañuelo silencioso del estrangulador, la esperanza me ha sido fiel; en el río de los deleites, el pánico”.

Interpretado con las claves que Borges anotó hace 78 años, el país cobra perfecto sentido. Quien se encargaba de regir los destinos de los habitantes de Babilonia mediante una timba no era un gobierno, sino “La Compañía”. Para llevar adelante su tarea le asignaron dos atributos. El primero fue la suma del poder público. “Esa unificación era necesaria, dada la vastedad y complejidad de las nuevas operaciones”, anotó el escritor imprescindible. No podía ser de otra manera: en la sociedad de ese cuento, el poder no está en manos de quienes tienen un rumbo, sino que es ejercido por quienes han resuelto que si ellos no tienen idea de cómo encaminar el destino de una nación, entonces nadie en la nación sabrá cuál es su destino. De lo que deriva el segundo atributo de “La compañía”: la lotería era secreta, gratuita y general. “Todo hombre libre automáticamente participaba en los sorteos sagrados, que se efectuaban en los laberintos”. Los resultados sólo se comunican, sin que nadie sepa cómo se llegó a ellos.

Ahora sí todo tiene sentido. La Corte Suprema de Justicia, en diciembre de 2015, era la última esperanza de garantía de gobernabilidad para las provincias de signo peronista, luego de que Mauricio Macri se hubiese impuesto en segunda vuelta para la presidencia. A días de que él asumiera, el máximo tribunal argentino resolvió que tenían razón las provincias que desde hacía casi una década planteaban que Néstor primero y Cristina después les retenían indebidamente el 15% de la Coparticipación Federal de Impuestos. Al macrismo le tocó comenzar a devolver esos recursos. Durante el gobierno de Cambiemos los gobernadores recibieron dinero a raudales. Ya no debían ir a arrodillarse por migajas a la Casa Rosada. La Corte, celebraban, había hecho justicia…

Esta semana marcharon contra esa Corte. Esa y no otra. Esa. Un desfile de multiprocesados por causas de corrupción declaró que había “delincuentes con toga” en el máximo tribunal que hace apenas seis años era elogiado.

Es, sin más, la Lotería de la Argentina. Los que ayer merecieron laureles hoy serán víctimas de delitos de lesa república.

Por caso, el presidente del alto tribunal, Horacio Rosatti, mereció toda la confianza de Néstor en su Presidencia: fue ministro de Justicia. Pero cuando dijo “no” al estilo de la arquitectura de contrataciones de Julio de Vido y José López (hay cuidados detalles en “Cuadernos” y en filmaciones de conventos) para la construcción de cárceles, la suerte de Rosatti cambió. Hoy, el gobierno de su ex compañero de gabinete lo considera un enemigo público.

También la suerte de Alberto ha cambiado. Siguió siendo jefe de ministros en la primera Presidencia de Cristina y la defendió. Después renunció y la defenestró. “He cuestionado a Cristina cuando Cristina hacía abuso. Cuestioné su ley de democratización de la Justicia, su ley de medidas cautelares”, dijo en una entrevista en el canal América en 2015. Después se dejó elegir por ella en 2019 y la reivindicó. Al poco tiempo resultó electo Presidente de la Nación. Pero parece que su billete de lotería no era “entero”. Ahora anda aclarando que “Cristina tiene una mirada diferente” del acuerdo con el FMI, pero que el Presidente es él.

Tucumán tampoco se salva. Juan Manzur y Osvaldo Jaldo gobernaron codo a codo desde 2015. En 2019 consiguieron la reelección. Entonces, Jaldo dijo que a él le gustaría sucederlo cuatro años después. Y se desconocieron. En 2020, se distanciaron. En 2021 se pelearon a los gritos. Y fueron a una interna fratricida. Y los manzuristas dijeron que Jaldo nunca sería gobernador y los jaldistas clamaron frenar a Manzur. Pero la lotería quiso otra cosa que las urnas. El 14 de septiembre se pelearon a muerte en las PASO. El 22, Manzur asumió como jefe de Gabinete, la Legislatura le dio en minutos la licencia que necesitaba y Jaldo asumió como gobernador, con el público agradecimiento de Manzur. Los manzuristas ganaron la interna, pero nunca sale el número que les permita hacer tronar el escarmiento. Los jaldistas vieron la taba clavarse y, mágicamente, darse vuelta. Pero “suerte” no es “revancha”.

Es, otra vez, la lotería. Una lotería institucionalizada. Aun sus más feroces críticos la practican llevada al paroxismo. En el país que tiene abstinencia de meritocracia, y que considera que ella ha sido abolida por una casta política, el principal denunciador ha demostrado ser un niño cantor de la tómbola federal. Javier Milei no donó su sueldo de diputado a científicos, investigadores o estudiantes. Sólo lo sorteó. Y lo ganó un kirchnerista. Y el ganador, a partir del entonces, habló bien del diputado rifador, que es un feroz crítico del kirchnerismo.

En La Pampa han resuelto que los abanderados de las escuelas ya no serán los alumnos que consigan las mejores notas: serán todos y por sorteo. El sorteo es la derogación del mérito: lo que importa no es el esfuerzo, es el azar.

En Tucumán, con el régimen de acoples que habilita un centenar de listas de candidatos, no se consagran los que mejores propuestas ofrecen o los que mejores desempeño demuestran, sino, primero, los que más plata ponen en la campaña: eso les da un boleto. Después, en el cuarto oscuro, todo está librado al azar.

El resultado es que el destino de la argentinidad no es una construcción, sino una larga sucesión de conjeturas. “Alguna abominablemente insinúa que hace ya siglos que no existe la Compañía y que el sacro desorden de nuestras vidas es puramente hereditario, tradicional; otra la juzga eterna y enseña que perdurará hasta la última noche, cuando el último dios anonade el mundo. Otra declara que la Compañía es omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el grito de un pájaro, en los matices de la herrumbre y del polvo, en los entresueños del alba. Otra, por boca de heresiarcas enmascarados, que no ha existido nunca y no existirá. Otra, no menos vil, razona que es indiferente afirmar o negar la realidad de la tenebrosa corporación, porque Babilonia no es otra cosa que un infinito juego de azares”.

Suerte que es un cuento.